
Éxito y derrota están estrechamente ligados.
El paso de uno a otro puede darse en tan sólo cuestión de minutos, basta con que no nos lo esperemos
para que esto pueda suceder, como aquel gol de Iniesta tras casi 114 minutos de
partido y al final de la segunda parte de la prórroga, que le dio a nuestra
selección su triunfo en el Mundial. Pero ¡claro!, cuando se trata de perder a
nadie le agrada tirar por la borda meses de incesante trabajo o minutos de una
brillante competición en tan solo un abrir y cerrar de ojos.
Todos hemos experimentado alguna vez esos
sentimientos que genera el perder, ese vacío fruto de no ver recompensado todo
aquello por lo que hemos luchado hasta llegar a esa situación, un proceso
emocional que no todos logran digerir. Y es que estamos tan educados en la
filosofía del ganar y de conseguir la victoria por encima de todo, que el
perder se convierte en un mal trago por
el que no se quiere volver a pasar.
El problema del no saber perder no solo se
traduce en la actitud del/la deportista durante la competición o cuando esta
finaliza: faltas, insultos e incluso tirar el material de competición por los
aires como si de esa manera desapareciera la desgracia o los reproches hacia
uno mismo. Gestos que delatan la rabia y frustración propia del momento. El
problema de verdad se da cuándo, lejos de hacer una profunda reflexión sobre la
ejecución desempeñada, echamos balones fuera atribuyendo nuestro fracaso a
factores externos que poco o nada han tenido que ver con nosotros y sobre los
cuáles no tenemos control alguno pero que en parte, nos liberan del sentimiento
de culpa.
Según la Teoría de la Atribución de Heider,
el ser humano tiene una tendencia innata a buscar causas a todo cuanto acontece
en su alrededor. La incertidumbre nos crea una especie de disonancia cognitiva
que no aceptamos y que nos lleva a atribuir las conductas, ya sean propias o de
terceras personas, a dos posibles causas: externas, tales como la suerte, el estado
del terreno de juego o decisiones de jueces
y árbitros entre otros; e internas, aquellas que dependen únicamente del/ la
deportista como la motivación, la concentración o la intensidad. Estas últimas,
son aquellas variables que sí podemos controlar por tanto, identificar sus fallas nos ayudará a poder
encarar y afrontar la derrota de cara a un nuevo desafío haciendo que podamos
replantearnos nuevos objetivos sin obsesionarnos con la idea de que el fracaso y
sus reacciones derivadas vuelvan a hacer acto de presencia en la próxima vez.
Evidentemente competimos para ganar, nadie se
esfuerza y trabaja duro sino es porque se tiene la vista puesta en la victoria
sin embargo, ello no implica no aceptar la derrota como parte inevitable de la vida.
Para ello es necesario aprender a asumir responsabilidades; buscar, rebuscar y
encontrar en nosotros aquella parte de la derrota que posiblemente haya estado
bajo nuestro control para poder mejorar.
Por supuesto, no debemos olvidarnos de esos casos de los que se mencionaban al
inicio, en los que a veces el desempeño no se ve recompensado con los
resultados obtenidos en los que verdaderamente las causas han sido
incontrolables, en los cuales solo cabe reinterpretar la situación y sacarle su
lado más positivo.
El
secreto está en dejar de lado el por qué para
centrarse en el qué hacer al
respecto, atender al proceso sin conceder demasiado valor a los resultados. ¡Que nada ni nadie nos impida volver a competir con ilusión y ganas!