lunes, 13 de noviembre de 2017

LA DEPRESIÓN TAMBIÉN ES COSA DE NIÑOS.

Google imágenes
Unos padres llegan a consulta porque su hijo, en las últimas semanas, ha manifestado un importante cambio de conducta y están muy preocupados: se irrita con facilidad, se muestra irascible todo el tiempo y, de manera continua, refiere continuas quejas y dolores a la hora de acudir a la escuela. Tras la pertinente evaluación se les confirma un diagnóstico que muy pocas veces se plantean: depresión infantil. A menudo, y con toda lógica, esto les desborda y comienzan a aparecer sentimientos de culpa "¿Qué hemos hecho mal?" y de incredulidad "Pero si en todo este tiempo no lo hemos notado triste" ¿Os habéis planteado alguna vez, lo duro que debe ser esta situación para unos padres? 

En la actualidad, se estima que la prevalencia de los problemas mentales en la infancia  giran, aproximadamente, en torno a un 10% en el caso de los niños y un 5% en  el caso de las niñas de edades comprendidas entre los 0 hasta los 15 años. Con respecto a la prevalencia de la depresión mayor en concreto, se estima la existencia de este trastorno aproximadamente  en un 2% de los niños de 9 años hasta los 14 y superior al 3% en el caso de los jóvenes adolescentes, es decir, hasta los 18 años. Unos datos nada desdeñables, desde luego.

Google imágenes
La existencia de depresión infantil parece estar aceptada de manera generalizada. Sin embargo, dada la repercusión que puede llegar a tener este trastorno a edades infanto-juveniles, resulta paradójico que aún, existan cierta controversia respecto al diagnóstico de la misma: por un lado, hay quienes afirman que la depresión infantil es similar a la depresión adulta y por tanto puede diagnosticarse utilizando criterios similares y, por el otro, hay quienes defienden que las manifestaciones infantiles pueden llegar a ser diferentes a la de los adultos aunque compartan algunos síntomas.

Una de las principales dificultades que presenta este trastorno es el infradiagnóstico y, por ende, el infratratamiento sobre todo, en menores de siete años ya que presentan una limitada capacidad a la hora de compartir y comunicar sus emociones, así como los pensamientos negativos a través del lenguaje por lo que, por norma general, tienden a somatizar. Así pues, las cefaleas, los dolores difusos, los problemas gastrointestinales o dolores abdominales referidos, junto con un observable cambio en el comportamiento del menor deben ser tomados como principales señales de alerta y sospecha para la posible aparición de este trastorno.

Según la Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE-10) el episodio depresivo debe tener una duración de, al menos, dos semanas y por supuesto, no debe ser atribuible al abuso de sustancia o a cualquier otro trastorno mental orgánico. Estas dos condiciones, son comunes a la valoración diagnóstica en el adulto. Además, deben presentar al menos dos de las siguientes condiciones:

Imagen tomada de google
  • En niños, puede haber un estado de ánimo deprimido, pero también irritable. En lo más pequeños o en aquellos que presentan un desarrollo lingüístico o cognitivamente inmaduro, es probable que exista dificultades a la hora de describir su estado de ánimo, así como la tendencia a presentar quejas físicas vagas, expresión facial triste o una comunicación visual predominantemente pobre. Respecto al estado irritable, podemos encontrar comportamientos imprudentes o irreflexivos, así como actitudes hostiles, iracundas o acciones coléricas.
  • Una marcada perdida de los intereses o la capacidad de disfrutar de actividades que antes le gustaban y resultaban placenteras: el juego, las actividades escolares…
  • Falta de vitalidad o aumento de la fatigabilidad que se presentan como falta de juego con los compañeros, el rechazo del colegio o la frecuente demanda de no asistir al mismo. Suelen notarse importantes cambios de energía.

¿Que otros síntomas pueden hacernos sospechar?
  • Importante pérdida de la confianza y estimación de uno mismo con sentimientos de inferioridad. Se sienten menos que los demás.
  • Autoreproches desproporcionados junto con sentimientos de excesiva e inapropiada culpabilidad. A menudo presentan desvalorización.
  • Pensamientos reiterativos de muerte, suicidio o conductas suicidas. Esto puede expresarse a través de indicios no verbales donde se incluyen comportamientos de riesgo reiterados a veces, a modo de juegos y gestos autolesivos.
  • Quejas o disminución de la capacidad de concentración y de pensar unidas a una importante falta de toma de decisiones y vacilaciones. Estos problemas suelen desembocar en una disminución del rendimiento escolar.
  • En niños, es posible encontrar cambios en la actividad motora tanto por exceso (agitación) como por defecto. Mientras que en adultos, suele darse cambios en la actividad psicomotriz por defecto.
  • Alteraciones del sueño, cambios en el apetito (tanto por aumento como por disminución) con la correspondiente modificación de peso. A diferencia de los adultos, los niños no es que disminuyan su peso, sino que, sencillamente, no lo ponen.
  • Existencia de un síndrome somático caracterizado por quejas o dolores difusos, malestar, cefaleas...

Todo esto, debe tomarse como un conjunto de manifestaciones junto con observaciones de otras fuentes tales como los profesionales del entorno escolar y nunca, de manera aislada. Lo que si hay que tener en cuenta es que los menores, no tienen porque mostrar ese patrón deprimidio y anhedónico que a menudo aparece en los adultos sino que, por el contrario, puede manifestarlo y de hecho lo hacen, en forma de irascibiidad o irratabilidad y a través de la somatización. En los menores y adolescentes, cualquier cambio de conducta siempre, siempre, debe suponer una señal de alarma de que algo, está pasando.